jueves, 18 de abril de 2024

Sacerdotes ad nauseam

 


[Hace ya casi un años, como respuesta a un artículo que yo había escrito, recibí un mail de un lector italiano en el que desarrolla una larga reflexión sobre ese escrito. Me pareció interesante publicarlo para continuar con la discusión, pero el tiempo fue pasando y terminé olvidando ese mail. Al releerlo, me doy cuenta que vale la pena pensarlo en lo que dice. Estoy en desacuerdo con varias de sus afirmaciones, que me parecen un poco extremas. Sin embargo, reconozco que sus argumentos son interesantes, y que merecen ser considerados y discutidos].


Gentilísimo Wanderer,

Soy un ávido lector de su blog. Aprecio enormemente su libertad de criterio que le permite no adoptar nunca posiciones prejuiciosas o partidistas.

Sin embargo, he leído su último artículo “La militancia y los conservadores” y, esta vez, debo discrepar.

Nuestra pobre Iglesia está desgarrada por facciones aparentemente opuestas pero en realidad unidas para negar la legítima libertad de los fieles católicos.

1. Por un lado está el actual Papa Francisco y su catolicismo main stream. Para ellos, el enemigo número uno a derrocar es el clericalismo. Sin embargo, no se trata de clericalismo en el sentido clásico, sino de algo muy distinto y particular. Para el Papa Francisco, el clericalismo es una “cultura de la santidad” desbalanceada hacia las obras, lo que él llama “mundanidad espiritual”. Se trata de una especie de pelagianismo eclesial que sólo existe en su cabeza y en la serie de televisión de Sorrentino. El Papa y sus compinches han aplicado esta etiqueta a todo aquel que en la Iglesia predica la así llamada “lucha ascética”, el “combate espiritual”, o que considera el apostolado como un deber. Todas estas cosas para el Papa Francisco son necesariamente fruto de la ideología, la dureza de corazón, el formalismo y el fanatismo. El Papa no concede a quienes profesan estas principios ni siquiera el beneficio de la duda sobre su humildad y sinceridad

2. En el otro lado están los llamados “progresistas”, convencidos de que la Iglesia debe adaptarse a los nuevos tiempos, sobre todo desde el punto de vista ético. Están ingenuamente convencidos de que bajando el listón muchas ovejas estarían dispuestas a volver al redil. A ninguno de ellos se les ocurre la idea de que la gente hoy no va a la Iglesia no porque ésta sea demasiado rígida, sino simplemente porque no tiene nada que dar. Además, están convencidos de que el “poder de los sacerdotes” debe repartirse de varias maneras: ordenando mujeres sacerdotes, eliminando el celibato sacerdotal, promoviendo la participación de los laicos en las decisiones parroquiales, etc. En definitiva, para ellos la solución es 'clericalizar' a los laicos promoviéndolos a la condición de “medio sacerdotes”.

3. Por último, están los amantes de la tradición. Para ellos, todo el mal viene del Concilio Vaticano II, del Papa Francisco, del nuevo orden mundial y del nuevo rito de la misa. Están convencidos de que reseteando todo y volviendo las manecillas de la historia a 1950 se solucionaría todo. Un verdadero cuento de hadas.

¿Qué tienen en común estas tres corrientes culturales? Sencillo: la idea de que si todo el mundo hiciera lo que ellos quieren, entonces sí todo iría bien. ¡Menuda sarta de tonterías!

Este razonamiento es verdaderamente pelagiano y clerical y esconde una idea verdaderamente anticristiana de la Iglesia, la idea de que a la Iglesia la salvan los sacerdotes o los ‘semisacerdotes', y no a Nuestro Señor.

Sacerdotes 'misericordiosos' a lo Papa Francisco, sacerdotes 'progresistas' con su procesión de mujeres sacerdotisas, sacerdotes casados y laicos promovidos al diaconado, o finalmente sacerdotes que respetan la tradición y aman el decoro litúrgico.

En definitiva, curas, curas y siempre curas. Sacerdotes ad nauseam.

En cualquiera de estas ideas de Iglesia no cabe la posibilidad de que el Espíritu Santo pueda actuar a través de los fieles comunes y de su legítima libertad de conciencia para renovar el mundo. ¡Qué Iglesia más risible!

¿Es tan difícil a estas alturas comprender que los obispos y sacerdotes deben dar un paso atrás respecto a la vida religiosa de la gente común?

¿Tan difícil es comprender que no se trata de implicar a los laicos en el gobierno de las parroquias o de las diócesis? No se trata de establecer “ministerios” abiertos también a los laicos. Mucho menos se trata de cambiar nada en la doctrina o en los sacramentos o de volver a los viejos tiempos. Se trata sólo de “dejar hacer”, de dejar que los laicos vivan su fe responsabilizándose de ser auténticos testigos de ella ante sus semejantes, declinándola libremente en la concreción de sus vidas.

        La Iglesia, como buena madre, sólo debe desear que sus hijos sean autónomos, que vivan su propia vida, limitándose a proporcionarles valores de referencia, la gracia de los sacramentos y consejos adecuados.

Qué difícil es, sin embargo, para obispos y sacerdotes “darse por vencidos”, qué difícil es para ellos comprender que la evangelización es una vida que escapa a sus bellos pero inútiles planes pastorales. No se puede reducir el mundo a una parroquia.

    Sí; este cambio de perspectiva es realmente difícil, y sinceramente no tengo ninguna esperanza de que se produzca.

Pero, afortunadamente, la Providencia se ocupa de ello. La reforma de la Iglesia está en marcha a pesar del Papa, de los obispos, de los sacerdotes y de los llamados laicos “comprometidos”. La Historia sigue su curso. Amén

Así, por ejemplo, gracias al Papa Francisco el atractivo de la jerarquía se está derrumbando por completo.

Y lo que es aún más interesante, es que ahora hay muchos católicos que ya no pueden “besar el anillo” de un hombre como ellos. Es el fin de la jerarquía como poder. La historia está bajando al clero del pedestal en el que se había subido. Amén

Una última cosa. A los queridos clérigos me gustaría decirles: “Si dejarais de intentar dirigir nuestra vida espiritual, os amaríamos aún más. No tengáis miedo, nadie quiere negar vuestro papel de defensores de la verdad revelada, administradores de los sacramentos y consejeros autorizados, simplemente no queremos delegar nuestra vida espiritual en nadie, ni siquiera en vosotros. Sólo queremos venir a la parroquia para la Misa, la confesión, los demás sacramentos y para buscar consejo. Nada más. Para el resto, cada uno en su casa. Y una última cosa: considerad muy seriamente la posibilidad de suprimir las homilías. Se han convertido en una de las principales razones por las que la gente ya no asiste a misa”.

En conclusión, el Papa Francisco no es la causa de los males de la Iglesia y tampoco lo son los católicos que usted llama “militantes”, o los progresistas, o los que aman el Vetus Ordo. Todos ellos no son más que el resultado de una Iglesia autorreferencial y cerrada sobre sí misma.

Afortunadamente ninguno de estos dirige la historia. Y la barca de Pedro la dirige el Señor. Así que veremos cosas buenas. El Señor siempre nos sorprende y rompe moldes.

Con estima,


Bruno Iadaresta

lunes, 15 de abril de 2024

Francisco y el peronismo global


 

por Demóstenes


A quien no vive en Argentina le resulta difícil comprender el fenómeno del peronismo. Para facilitar la tarea, lo asimila a otra realidad conocida: socialismo, democracia cristiana, movimiento progresista o alguna variante no bien definida de populismo. Por otra parte, es algo bastante generalizado tratar de peronista al Papa actual. La conclusión parece sencilla: se espera del Papa una conducta propia de socialistas, populistas, etc.

    Sin embargo, cuando llega el momento de enfrentarse a las acciones papales concretas, los moldes provenientes de otros países resultan inadecuados. No se acierta en los hechos, ni en las motivaciones. 

    Es que el peronismo es un fenómeno propiamente argentino, que no se identifica con realidades de otros países. No se trata de un movimiento/partido que se funde en un desarrollo conceptual, sino más bien de una simple herramienta de poder. Una estructura de acceso, uso, conservación y acrecentamiento de poder. Hay peronistas de izquierda, de derecha y de centro. Los hay conservadores y los hay revolucionarios. Todos tienen sus razones para considerarse peronistas, apoyándose en momentos de la vida de Perón o de la historia del movimiento o partido justicialista. 

    Difícil es encontrar elementos comunes a todos los que se dicen peronistas. Hay aspectos que son propios de muchos peronistas, como la protección de los obreros, la animadversión respecto de Estados Unidos, el deseo de favorecer al pobre, la tendencia al estatismo, etc. No obstante, pondremos el acento en ciertos componentes que no hacen a la faceta conceptual-afectiva peronista, sino a la realidad de su funcionamiento en casi todas sus vertientes. Los elementos son los siguientes: 1. Primacía del poder. 2. Incomodidad con la excelencia. 3. Prioridad de la táctica sobre la estrategia. Está claro que se trata de una simplificación y generalización que no pretende agotar toda la realidad del peronismo. 

    El Pontífice actual logra conjugar en su persona al porteño vivo, al jesuita sinuoso y al peronista voraz. En este escrito nos ceñiremos a su faz peronista. Nada se dirá de otros aspectos de la personalidad papal, como la intrincada psicología, el itinerario formativo, las limitaciones académicas, las estrategias repetidas –de eficacia declinante– o la simpatía por los transgresores (incluyendo, paradójicamente, a la FSSPX). 

Veamos el reflejo de las características indicadas en la personalidad del Papa Francisco.


1. Primacía del poder

En este aspecto la trayectoria del actual Papa es lineal. La mayoría de sus actos llevan a obtener, usar, conservar o incrementar el poder.

    Hay que recalcar esto, porque muchas veces se pone el acento en ciertas contradicciones conceptuales en las que incurre. En otras personas, esto podría significar desgarramientos internos profundos o traiciones calculadas. Sin embargo, en el caso de Bergoglio, la contradicción teórica no tiene mayor importancia. Hoy puede decir algo y dentro de un tiempo sostener, sin mayor dificultad, una idea incompatible con lo dicho anteriormente, en la medida que todo esté vinculado a un objetivo único. Al desarrollo de ideas e ideales masónicos, le puede seguir la condena a los masones y, más tarde, la permisión del diálogo cercano con ellos. A la crítica a ciertos “zurdos” (recordemos lo que dijo con motivo del caso ocurrido Osorno, Chile), le sucede el favor y simpatía a múltiples personalidades de izquierda. En realidad, para quien prioriza los objetivos prácticos, esa contradicción es aparente. Para Francisco, lo que importa no son las ideas, sino las decisiones y las acciones. No es un teórico, sino un político. Se aplica aquí uno de sus famosos aforismos: “La realidad es superior a la idea”. “La única verdad es la realidad”, decía Perón. 

    Desde esta lógica también se entiende el derecho, que se convierte en un simple instrumento en manos de quien ejerce el poder. Y esta visión explica ciertas conductas que son irritantes para un jurista o que responden a concepciones jurídicas contrarias: Por ejemplo, cambiar las reglas procesales en el medio de un juicio (recordemos lo ocurrido durante el juicio al cardenal Becciu); defender, según sea el imputado, la prescriptibilidad o imprescriptibilidad de ciertas acciones penales; recibir o nombrar jueces garantistas a la vez que se restringe el derecho de defensa para ciertos acusados. Aquí también prima el resultado práctico. Las normas jurídicas deben ser invocadas cuando se busca un objetivo concreto. Si si lo deseado no se logra desde el derecho, se apelará a la misericordia o se actuará como si la norma no existiera. En lo judicial, se buscará neutralizar la riesgosa independencia de los tribunales reduciendo su actuación real al mínimo, salvo que el resultado querido tenga cierta garantía. El derecho, en síntesis, no puede convertirse en un obstáculo, puesto que es una herramienta de poder. A punto tal de vehiculizar la venganza. Como Perón decía, “al enemigo, ni justicia”.

    Toda organización intermedia fuerte también es una barrera para quien ejercer el poder supremo. Una asociación católica —en sentido lato— floreciente, toma sus decisiones internas con relativa autonomía, por lo que, en la vida diaria, tiene sobre sus miembros una influencia superior a la del mismo Papa. Por ello, cuando el alineamiento de las autoridades de las organizaciones eclesiales con el poder vaticano es débil, la actuación diaria se convierte, de hecho, en un límite a la voluntad papal. En este contexto, las intervenciones institucionales (visitas fraternas a obispos, comisariamientos a congregaciones religiosas o movimientos laicales, etc.), son un importante modo de terminar con esa resistencia. Las decisiones papales no deben pasar por el filtro de los mandos medios. Quien todavía no ha sido comisariado, se someterá, por temor, a las indicaciones de quien detenta el poder. En la misma línea debe entenderse la facultad de deponer obispos y el rechazo de los liderazgos vitalicios de los directivos de asociaciones católicas.

    También dentro de la estructura eclesiástica, los cargos inferiores deben contar con la menor autoridad posible. La escisión entre la autoridad formal y el poder real en los mandos medios va en esa línea. Un jefe de dicasterio puede ser una figura meramente decorativa, porque el contacto directo con el Papa lo tiene un subordinado del dicasterio y no el prefecto. Ese subordinado controla a su jefe, quien pasa a encontrarse en una situación incómoda. El resultado práctico es que las autoridades infrapapales tienden a decidir menos, a ejecutar las resoluciones papales o a llevar adelante solamente las políticas que saben con certeza que cuentan con la conformidad superior.

    Los procedimientos también otorgan a la organización un manejo de la situación que puede ser frustrante para quien ejercer el poder supremo. Si un Papa debe elegir a un obispo entre una terna de nombres que recibe de las nunciaturas, se convierte en un rehén de la estructura. Algo similar ocurre con las beatificaciones y canonizaciones. Por tanto, dejar de lado procedimientos, signos externos de autoridad o protocolos y ceremoniales, es mostrar que quien detenta el poder a nada se somete. Y esto se disfraza de eficacia, liberación de signos del pasado o prescindencia de formas inútiles.

    Lo mismo puede decirse respecto de la recompensa por méritos. No hay sedes cardenalicias, pues estas condicionarían la elección papal. Un beneficio que se recibe del Papa no debe fundamentarse en un derecho; por el contrario, su origen radica en la voluntad  del soberano. Mientras más excéntrica es la decisión, mayor es la deuda que el elegido tendrá con el Papa.

    Además, ninguna situación es definitiva. El que hoy es ascendido a cardenal, prontamente puede ser excluido del colegio cardenalicio. Todo es provisorio. El miedo continuo a perder sorpresivamente los beneficios es una gran herramienta de sometimiento. 

    Cuando la cuestión es difícil o complicada, se transfiere la responsabilidad a realidades u órganos impersonales. Un primer ejemplo es la insistencia de Francisco en manifestar que la política que lleva adelante se limita a seguir lo decidido por los cardenales durante el cónclave. Las comisiones designadas con posterioridad, le permiten adoptar o postergar una decisión, trasladando el costo político a una realidad impersonal. Con un beneficio adicional: adquiere fama de democrático y de directivo que tiene la sabiduría de actuar aconsejado por expertos.


2. Incomodidad con la excelencia

La segunda característica es la incomodidad con la excelencia. En Francisco, no hay desprecio al dinero ni deseo de austeridad. Lo que hay, es una resistencia o incomodidad respecto de todo lo que sea calidad. 

    Las aplicaciones son varias. Vive en Santa Marta, porque se sentiría incómodo en un apartamento vaticano espacioso; además, no quiere que se lo aísle, lo que implicaría una pérdida de poder (de paso, es un ámbito adecuado para los pedidos informales al Soberano, realizados informalmente en ese ámbito). Su liturgia es low cost. Usa ornamentos litúrgicos feos, porque con ellos se siente a gusto. Las estolas de calidad son pesadas e incómodas. Sus zapatos viejos son confortables, mientras que los nuevos ajustan. No concurrió al concierto que prepararon en su honor, porque no le gusta escuchar ese tipo de música. 

    Aunque se trate de promocionar que son muestras de austeridad, queda claro que no se trata de un  problema de dinero. Si el criterio general fuera la austeridad, se proyectaría en el resto de las decisiones. Sin embargo, no hay dificultad económica para llevar a Roma a músicos latinoamericanos de baja calidad o conferencistas mediocres. Tampoco hay problema de dinero cuando se trata de los enormes gastos de las Jornadas Mundiales de la Juventud o de las múltiples reuniones de todo tipo que se realizan en el Vaticano. 

    Pero debe maquillarse. Vivir en Santa Marta se explica como un ejemplo de austeridad o como un medio para el equilibrio psicológico. Toda su vestimenta —incluyendo la litúrgica—, como una manifestación de sencillez y pobreza. Su negativa a asistir al concierto, se muestra como un rechazo a la pompa renacentista.

    Adicionalmente, su modo de actuar es una demostración de que el logro de objetivos importantes no precisa de instrumentos de calidad. Puede llevarse a cabo un cambio relevante en la disciplina o en la liturgia de la Iglesia con un texto sin profundidad teológica. Más aún, no deja de ser una muestra de poder que graves intelectuales realicen sesudos análisis sobre documentos mediocres. Un triunfo oficial de lo vulgar.


3. Prioridad de la táctica sobre la estrategia

O, lo que es lo mismo, anteponer el corto al largo plazo. La vida es corta. El largo plazo queda muy lejos y las decisiones cuyos efectos verdaderamente influyen en la intensidad del poder y popularidad de un gobernante que asume su cargo con edad avanzada, son las que se toman con efecto a corto plazo.

    Aquí se encuentran las determinaciones que prioriza el Papa. En el registro táctico, el Papa tratará de no resignar decisión alguna. A él está reservada la designación de sus colaboradores reales, la influencia en procesos eleccionarios inmediatos, el beneplácito actual de los medios de comunicación, la gestión económica que estime decisiva, las operaciones políticas que le interesan, etc. De modo general, el Papa debe tener la posibilidad de intervenir, si así lo desea, en cualquier tipo de determinación. 

    Los acostumbrados operativos de prensa abonan el relato de un Papa reformador, que lleva adelante cambios irreversibles en todas las áreas de la Iglesia. Y que quienes se oponen son conservadores minoritarios, pero poderosos, anclados a estructuras caducas de las cuales se benefician. Aburre un poco la repetida generación de expectativas de cambios drásticos, que sistemáticamente terminan en nuevos partos de los montes. Es que la renovación permanente de los operativos de prensa es parte del corto plazo. Periódicamente deben surgir enemigos nuevos, gestos sorpresivos y grandes cambios esperados, cuya publicidad mantenga viva la importancia del líder

    El acento por la táctica es también un problema de limitación, común a la mayoría de los humanos. Son pocos los hombres capaces de decisiones que marcan una huella profunda y duradera. La mayoría somos mediocres, que vamos actuando según nuestras posibilidades.

jueves, 11 de abril de 2024

Dignitas infinita. Eminencia, de lo que ya no puede hablar, mejor es callar

 




Pregunté en estos días a varios amigos su primera opinión sobre Dignitas infinita, la última emanación del cardenal Fernández. Todos sin excepción, me dijeron que no la habían leído y que no lo leería, pues carecía de todo interés. Me pregunté entonces si valía la pena dedicar mi tiempo a escribir sobre el documento y distraer la atención de los lectores sobre estas cuestiones. El cuestionamiento es sincero, aunque hace algunos años hubiese parecido disparatado, y lo es porque estamos frente a un hecho indiscutible: el pontificado de Francisco está acabado, perimido; lo único que podrá hacer hasta que llegue el momento de su partida a la Casa del Padre es durar y, mejor aun, mantenerse en silencio. Ya sabemos lo que sucede cuando actúa: basta ver el caos que ha provocado en los últimos días en el vicariato de Roma. 

Siendo honestos, hay que decir que el documento es menos malo de lo que podría haber sido. Dice unas cuantas verdades de sentido común católico —ningún católico jamás pensó que estaba bien la maternidad por subrogación, por ejemplo—, aunque las dice de un modo superficial, a lo Tucho. Un elenco de estos aspectos positivos del documento fueron comentados por el Prof. Roberto de Mattei en un artículo aparecido ayer en Rorate Coeli.

    Pero por más bueno que pudiera ser el documento, lo cierto es que la figura del cardenal Víctor Fernández perdió toda autoridad desde el momento en que emitió Fiducia supplicans con la necesaria explicación posterior, y que provocó levantamientos episcopales de dimensiones continentales, y luego que se conoció su libro oculto en el que se revelaba su gusto por el erotismo y su placer por desgranar relatos escabrosos. Un cardenal pornógrafo y que provoca divisiones en la Iglesia pocas veces vistas, no puede estar al frente del dicasterio que defiende la ortodoxia de la fe. Debería renunciar y conseguir ubicación como capellán de un convento de monjas (no de frailes, para evitar confusiones). Si no lo hace, es simplemente porque no tiene dignidad —ni finita ni infinita—, y porque se sostiene en su puesto exclusivamente por la voluntad tiránica y omnímoda de su valedor. En estas circunstancias, aunque Tucho escribiera una nueva Pascendi no sería tomado seriamente ni por tradis ni por progres. Por eso, lo mejor que puede hacer es permanecer en silencio; sin hablar ni escribir, porque todo acerca de lo cual hable y escriba quedará manchado y perderá cualquier tipo de eficacia. Permanezca callado, Eminencia; es el mejor obsequio que puede hacerle a la Iglesia luego del enorme daño que le propició

Lo primero que hace ruido en el documento es el nombre. ¿Es que puede atribuirse al hombre alguna calificación infinita? ¿Puede el hombre, sin caer en contradicción, siendo ser finito tener un atributo ontológico infinito? No soy teólogo, pero suena raro, muy raro.

Un segundo elemento que más que ruido, provoca un estruendo, es la insistencia en relacionar la dignidad del hombre con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. De hecho, este documento de las Naciones Unidas se menciona en 11 ocasiones a lo largo de todo el escrito de Tucho. La argumentación del cardenal Fernández es que si bien la cuestión de la dignidad humana siempre fue defendida por el Iglesia, es en realidad con la Declaración de los Derechos Humanos cuando llega a su esplendor. Dice que se trata de un “nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más ‘digno’ de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia ‘figura’ humana, que ha cambiado la faz del mundo” (n. 19). Es notable que Su Eminencia omita referirse a todo lo que hizo la Iglesia en favor de los más débiles, miserables y sufrientes desde sus mismo inicios. ¿Es que habrá que recordarle los Hechos de los Apóstoles en los que se trata la necesidad de los diáconos, o a San Vicente de Paul, por poner sólo dos ejemplos de entre los cientos que podríamos mencionar? Resulta entonces que una declaración constitucionalmente atea, como es la Declaración de los Derechos Humanos que nunca menciona a Dios, y que fue resistida oficialmente por la Iglesia, con el nuevo pontificado de Francisco se convierte en piedra angular de una parte relevante de su magisterio.

Y creo no exagerar cuando hablo de la concepción que subyace del pontificado de Francisco como fundacional de una nueva Iglesia, concubina del mundo. Dice el documento: “En este horizonte, su encíclica Fratelli tutti constituye ya una especie de Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la dignidad humana” (n. 6). Olvidémonos del De hominis opificio de San Gregorio de Nisa, y olvidémonos del “Agnosce, o christiane, dignitatem tuam” del Sermón 21 de San León Magno, cuya fiesta celebramos hoy. La carta magna sobre la dignidad del hombre no viene dada por los Padres y la Tradición de la Iglesia, sino por… Fratelli tutti de Bergoglio! Parece un chiste.

El documento, decíamos más arriba, es muy superficial, con una inexplicable abundancia de palabras y expresiones entrecomilladas, y comete errores groseros, siendo el más notable de ellos la referencia a la pena de muerte. Dice en el n. 34 que ésta “viola la dignidad inalienable de toda persona humana más allá de cualquier circunstancia”. Es decir, la pena de muerte es condenada por Fernández porque la considera intrínsecamente inmoral, con lo cual estamos ante un serio problema puesto que la enseñanza milenaria de la Iglesia, hasta el Papa Francisco, siempre consideró lícita la aplicación de la pena de muerte en casos extremos. Más aún, en los mismos Estados Pontificios se aplicó hasta el año 1870, con una decapitación en Palestrina, y muy conocida es la figura de Mastro Titta y sus labores en Piazza del Popolo. ¿Qué hacemos entonces con los papas y santos que sentenciaron a reos a la pena de muerte? ¿Los des-canonizamos? Me recuerda el grotesco kirchnerista de querer cambiar la historia según los gustos políticamente correctos de la época. La pena de muerte, en todo caso, puede ser inoportuna en la actualidad, pero el rabioso canibalismo institucional de Francisco y los suyos no puede llegar al extremo de condenar a todos los Papas y doctores que lo precedieron. 

Algo análogo sucede cuando habla de la guerra. Transpirando un emotivismo completamente inapropiado para un documento de la Santa Sede, se afirma: “Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona humana, ser sagrado, creado a imagen y semejanza del Creador; ninguna guerra vale el envenenamiento de nuestra Casa Común; y ninguna guerra vale la desesperación de los que están obligados a dejar su patria y son privados, de un momento a otro, de su casa y de todos los vínculos familiares, de amistad, sociales y culturales que se han construido, a veces a través de generaciones. […] Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”» (n. 39). En pocas palabras, el Papa Fransico, a través de Tucho, se carga la doctrina secular no sólo de la Iglesia sino del mismo ordenamiento jurídico, negando y condenando el derecho a la legítima defensa que tienen las naciones y negando también el concepto de “guerra justa”. Sería, según ellos, una nueva equivocación de Santo Tomás y de tantos otros santos y doctores, que el brillante intelecto de Tucho Fernández, basado en Fratelli tutti, ha venido a esclarecer. Parece un chiste…

Finalmente, el documento tiene también algunas curiosidades. Por ejemplo, afirma con acierto en el n. 57 que la consistencia científica de la teoría de género es discutida en la comunidad de expertos. Pero ¿por qué en todos los documentos de Francisco, y este mismo documento, no se pone en duda ni se alude a la fortísima discusión que hay en la comunidad científica sobre las causas antrópicas del cambio climático? Misteriosas preferencias pontificias. 

En conclusión, no diría yo que Dignitas infinita sea un documento malo. Es un documento superficial y mediocre; una oportunidad perdida de haber dicho las buenas cosas que dice en un lenguaje claro y contundente, alejado del emotivismo como anclaje ético y desprendido de las circunstancias pasajeras de un pontificado que será caracterizado por la confusión y el caos.


P.S.: En ocasión de la presentación de Dignitas infinita en conferencia de prensa, al cardenal Tucho Fernández se le volaron algunas plumas. Un periodista le preguntó si no era ya tiempo de que el dicasterio de Doctrina de la Fe cambiara la enseñanza según la cual todos los actos homosexuales son “intrínsecamente desordenados”.

Fernández no respondió inicialmente a la pregunta con una simple afirmación o negación, sino que contestó que la frase en cuestión es una “expresión fuerte que habría que explicar, sería bueno que encontráramos una expresión aún más clara”. ¿Más clara aún? ¿Es que, acaso, es una expresión confusa?

Y continuó: “Lo que queremos decir es que la belleza del encuentro entre el hombre y la mujer, que es la mayor diferencia, es la más bella”. […] “El hecho de que puedan encontrarse, estar juntos, y que de este encuentro pueda nacer una nueva vida, esto es algo que no se puede comparar con ninguna otra cosa. Entonces, ante esto, los actos homosexuales tienen esta característica de que no pueden igualar de ninguna manera esta gran belleza”.

En pocas palabras, el problema de la homosexualidad es un problema estético; ¡y nosotros que creíamos que era antropológico y teológico! Rogamos a Su Eminencia que nos ahorre un nuevo libro con descripciones de estas bellezas disminuidas. 

lunes, 8 de abril de 2024

"El Sucesor", el último libro de Francisco

 


Cualquier persona, por más francisquista que sea, si es honesta intelectualmente, deberá admitir que la producción bibliográfica del Papa Francisco es paupérrima, por no decir lamentable. Quien entra en el portal de alguna librería en línea, podrá descubrir que los libros escritos por Francisco, además de los documentos magisteriales —escritos en buena parte por el cardenal Tucho Fernández—, se reducen compilaciones de sus enclenques catequesis u homilías, a entrevistas concedidas a periodista adictos o a brevísimos escritos de autoayuda. Algunos de ellos, son vergonzosos. Por ejemplo, el titulado Te deseo la felicidad. Para que tengas una vida plena, cuyo primer capítulo se titula: “Quince pasos para la felicidad”; u otro titulado Te deseo la sonrisa. Para recuperar la alegría… No se trata de compararlo con la profundidad e inmensa extensión de la obra de Benedicto XVI, pero podría haber llegado a la calidad de los escritos de su hermano Jorge Loring, o de Chiara Lubich, al menos. 

    Es curioso, además, la propensión del Santo Padre a propiciar la proliferación de su propia biografía. Entre las escritas por él a través de algún amanuense y las que mandó a escribir a periodistas amigos, como Elisabetta Piqué, Austin Ivereigh o Sergio Rubín, suman decenas. Pero es más curioso aún que en el término de los últimos quince días haya publicado dos biografías propias: Vida. Mi historia a través de la historia (20/03/2024) y El sucesor. Mis recuerdos de Benedicto XVI (3/4/2024). Alejémonos para observar el cuadro: ¿qué puede llevar a un personaje público de la talla del Sucesor de Pedro a querer narrar obsesivamente su vida cuando se encuentra transitando sus últimos meses, o años de vida? ¿Qué obsesión puede distraerlo tanto de su cometido principal, que es la salvación de su alma a través de su ministerio, el gobierno de una Iglesia atravesada por una gravísima crisis? Yo no veo muchas más que su necesidad de diluir los gravísimos errores (¿o maldades?) que cometió a lo largo de su existencia. Como decía su primer biógrafo Omar Bello, no debemos equivocarnos que con haber alcanzado el pontificado romano Jorge Mario Bergoglio haya logrado apaciguar su sed de poder, puesto que su máxima aspiración es ser canonizado. Sólo de ese modo podría llegar al ápice. Ya hizo parte del camino al canonizar fast track a todos sus antecesores inmediatos y políticamente correctos, algo completamente inédito en la historia de la Iglesia. “Si ellos son santos, ¿por qué no yo?”, podrá dejar escrito en alguna papeleta dirigida al prefecto del dicasterio de Causa de los Santos.

    Sin embargo, al leer su último libro El sucesor, asalta la duda si estamos frente a un personaje cínico que no tiene el menor problema en mentir descaradamente creyendo que sus mentiras no serán descubiertas, o ante un anciano cuyas facultades mentales están debilitadas (y no tiene nadie que lo cuide). 

    Una de las primeras cosas que sorprende e indigna es su desfachatez al revelar los secretos del cónclave que eligió a Benedicto XVI. Si bien esas revelaciones están prohibidas bajo pena de excomunión, siendo él mismo el Papa, puede levantar esa prohibición para sí mismo, pero no la levanta para el resto de los cardenales participantes. Ergo, nadie podrá refutarlo. Y en esas revelaciones él se presenta como quien permitió por su bondad y generosidad que fuera elegido Ratzinger. Una mentira flagrante, pues se sabe que quien neutralizó el tercio de bloqueo que encabezaba Bergoglio fue el cardenal Martini, que prefirió a Ratzinger al arzobispo de Buenos Aires, a quien conocía suficientemente. Pero la desvergüenza de Francisco llega al extremo de presentar al ¡cardenal Darío Castrillón Hoyos! como uno de los progresistas que sostenían su candidatura (p. 22). Todos sabemos que justamente este cardenal colombiano fue uno de los más cercanos a Benedicto XVI y de los artífices de la redacción y puesta en práctica del motu proprio Summorum Pontificum

    Pero, ¿por qué Bergoglio se refiere al Cónclave que eligió a Ratzinger y no al que lo eligió a él?¿Cuál es la urgencia de raspar un cónclave de hace diecinueve años? ¿Cuál sería la necesidad de recurrir ahora a este poder de los Papas para decir lo que les viene a la cabeza, atribuyéndolo a las sorpresas del Espíritu, sobre un aspecto decisivo como es la elección del pontífice? ¿Qué obtienen de ello los fieles de la especie común, aparte de la foto grupal de los cardenales electores descritos como una pandilla de manipuladores? Nadie lo sabe, aunque lo sospechan.

    El libro presenta varios errores de comprensión del Papa Francisco, algunos de ellos muy groseros y preocupantes. En la p. 29 el periodista le pregunta: “Repasando los últimos discursos de Benedicto XVI, desde que anunció su renuncia hasta que esta entró en vigor, en prácticamente todos pide oraciones por su sucesor”. Y Bergoglio responde: “Él creía en la cadena sucesoria, creía en la cadena. Creía en la sucesión apostólica”. Cualquier católico con formación media sabe que la sucesión apostólica se refiere a que la validez y la autoridad del ministerio ordenado deriva de los apóstoles, en una sucesión ininterrumpida. El Papa, en cambio, la confunde con la mera sucesión de un pontífice a otro, como se suceden los reyes o presidentes de los países de la tierra. Pero más grave aún, presenta como un mérito excepcional de Benedicto que “creyera” en la sucesión apostólica. ¿Será que él no cree? Habría que recordarle que se trata de una verdad de fe, tal como lo afirma el Catecismo en su n. 176.

    Dice también que “Cuando yo era chico, en la ceremonia del Sábado Santo se leían once o doce lecturas bíblicas en latín de las que nadie entendía nada. La gente iba solo para ver cuándo se caía el telón en la ceremonia y se perdía lo más importante” (p. 26). El Papa debería saber que la gente que no entendía nada era la gente que no quería entender, tal como sucede ahora, porque todos tenían un misalito en el que podían ir siguiendo las lecturas. Por otro lado, no se caía ningún telón; lo que caían eran lo paños que cubrían las imágenes, y justamente ese era uno de los modos que tenía la liturgia tradicional para escenificar y explicar al pueblo “que no entendía nada”, el misterio de la resurrección de Cristo. Y por eso mismo, la gente no se perdía lo más importante. Más bien, todo lo contrario.

    En los últimos años, una de las obsesiones más recurrente de Francisco ha sido criticar severamente la tendencia a los chismes y corrillos que suele afectar al mundo clerical. Y lo ha hecho con términos muy duros: los chismes son “un veneno mortal”; “una peste más peligrosa que el Covid”; “son un asesinato al prójimo”. Pues bien, en su último libro no se priva de publicar urbi et orbi una serie de chismes que afectan a personas vivas y difuntas, muchas de ellas altos dignatarios de la Iglesia, sin ningún motivo que lo justifique. Veamos algunos ejemplos:

— La curia romana es tan pero tan mala que “Lo tenían apretado [a Benedicto XVI] acá [en el Vaticano] para que no fuera [a Aparecida]". Es decir, la curia dominaba completamente al papa Ratzinger que era incapaz de tomar decisiones por sí mismo. (p. 24)

— “Hay un episodio que se cuenta que muestra esa mansedumbre [de Benedicto XVI]. El papa era muy amigo de su antiguo secretario, Josef Clemens. Algunos domingos, a eso de las cinco de la tarde, se iba a casa de Clemens, quien le preparaba la cena... Dicen que cocina muy bien. Allí los dos charlaban, cenaban juntos, etcétera. Y a eso de las ocho se acababa el encuentro y Benedicto regresaba a su casa. Con una u otra excusa, se dejaron de hacer esas cenas. Al punto que, un domingo, Benedicto llamó por teléfono a Clemens y le dijo: «Ahora te puedo llamar, porque salió don Georg [Ganswein]». Es como si, para no ofender a sus colaboradores, evitara hasta llamar por teléfono”. (p. 25). Otro malo muy malo: Mons. Georg Ganswein, que lo tenía completamente dominado al papa Benedicto a punto de no dejarlo ir a cenar, y ni siquiera hablar por teléfono con su antiguo secretario

— “¿Y qué decía en aquellos años Benedicto XVI del cardenal Jorge Mario Bergoglio?, pregunta el periodista. Y responde Francisco: “Esto lo sé porque me lo contó un testigo. En la curia también había algunas personas que estaban contra mí de un modo un poco exagerado. Por ejemplo, en la Congregación para los Obispos. No pienses que me refiero al prefecto, para nada, era por parte de oficiales intermedios. El caso es que algunos habían armado una historia para que el papa aceptara mi renuncia como arzobispo de Buenos Aires en cuanto yo cumpliera los setenta y cinco años”. (p. 26) Pareciera que no siempre los chismes o habladurías son venenosas o asesinas… Resulta muy fácil dar con los nombres de los oficiales de la congregación de Obispos de esa época.

—- Pregunta: “¿Cómo ha vivido usted las tensiones entre partidarios de Benedicto y partidarios de Francisco?”. Responde: “Eran tonterías. No me metí, no entré en ellas”. Nueva pregunta: “¿Pero las ha percibido?”. Y nueva respuesta: “Hay también mucha gente noble que se ha dejado arrastrar. Recuerdo que una elegante señora convocó hace dos o tres años un almuerzo con varios cardenales jubilados. Allí me sacaron el cuero a ruleta entre todos. Lo supe porque, por una carambola, me contaron la conversación. Sucedió que, unos días más tarde y durante un encuentro en el Vaticano, uno de aquellos cardenales se sentó a mi lado. «Che, ¡qué bien eso, lo de la señora elegante contigo y los cardenales tal, tal y tal! ¡Cómo me sacaron el cuero!», le dije, pues no pude contenerme. Entonces, él, al día siguiente, me escribió una carta y me explicó que se malinterpretaba lo sucedido y otras cosas. Qué se yo. Pero volvió a pensarlo y, dos días más tarde, durante un saludo en público, se me puso de rodillas delante y me pidió perdón por todo lo ocurrido. Eso es un hombre noble, un hombre de Iglesia” (p. 39). Pareciera que el Santo Padre tiene oídos muy prestos para recibir chismes y después, no puede contenerse para castigar y humillar a los que aparecen mencionados en esas habladurías. Hay asesinatos y asesinatos…

    Y hay también maniobras y maniobras. En la p. 32 relata: “Se acabó el almuerzo [de los cardenales el 13 de marzo de 2013, en Santa Marta, previo a su elección] y, cuando estaba a punto de salir, se me acercó corriendo el cardenal español Santos Abril. Me dijo: «Eminencia, ¿es verdad que a usted le falta un pulmón?». «No, lo que me falta es el lóbulo superior derecho, que me lo extirparon a causa de unos quistes hidatídicos». «¿Y cuándo sucedió eso?», insistió. «En 1957, hace cincuenta y seis años», respondí, y se marchó rebufando: «Estas maniobras de último momento…». Las maniobras para impedir que él fuera elegido eran arteras y debidas a los carcas cardenales conservadores; las que él hizo, en cambio, con Daneels y demás socios de San Gal, eran buenas. 

    Hablábamos de mentiras descaradas. En la p. 28, Francisco relata que debió cambiar su billete para viajar a Roma antes del cónclave que lo eligió. Y relata el hecho así: “Y esa misma tarde fui otra vez a la oficina de Aerolíneas Argentinas en Buenos Aires. Entré, me senté, saqué mi billetito de la cartera y esperé mi turno. Cuando llevaba así cuarenta minutos, entró el director, me vio y me preguntó: «¿Pero qué hacés...?». «No, es que vengo a cambiar el billete», le expliqué. Y tuve suerte, porque al cambiarlo gané ciento diez dólares. Me dieron un vuelo más barato”. Nos quiere presentar la imagen del humildísimo cardenal que va él mismo a comprar su “billetito” a la oficina de la aerolínea. Recordemos que esto ocurría en 2013, cuando los billetes aéreos hacía ya mucho tiempo eran electrónicos. No eran un “papelito” que había que “sacar de la billetera”. Por otro lado, todo el mundo sabe que al cambiar un billete aéreo hay que pagar una multa, a no ser que el billete sea en clase business —lo cual no creo que haya sido el caso del humilde cardenal porteño—, por lo que los diez dólares de ganancia se habrán licuado en los 150 dólares mínimo por la penalización.

    Muchísimos más episodios del libro podrían señalarse, pero terminaremos con dos que a mi entender son de los más graves, pues el Papa habla muy mal de personas que merecen la consideración y respeto de toda la Iglesia. Y el primero de todos es el cardenal Robert Sarah. Dice: “El cardenal Robert Sarah es un hombre bueno, muy bueno. Cuando era arzobispo en su diócesis, Conakri, era genial. Quizá me equivoqué al nombrarlo prefecto del ahora Dicasterio para el Culto Divino, pues ahí enseguida fue manipulado por grupos separatistas. Pero es un hombre bueno. Es un hombre austero, de mucha oración. A veces tengo la sensación de que el trabajo en la curia vaticana lo volvió un poco amargo”. Resulta increíble leer estas palabras (p. 38). Lo que está diciendo es que el cardenal Sarah era bueno mientras fue arzobispo de una periférica diócesis africana, pero cuando fue a Roma se convirtió en un amargado y manipulable por peligrosos grupos de conservadores separatistas (¿separatistas de qué? ¿Catalanes? ¿Pátavos? ¿Vascos? ¿Bretones?) Quienes hayan tenido la oportunidad de hablar con el cardenal Sarah, conocerán la sensación de estar hablando con un santo y lo último que puede pensarse de él es que es un amargado. Todo lo contrario, impacta su dulzura. Lo de Bergoglio es una maldad destinada a dañar la reputación, y el corazón, de un hombre de Dios como es el cardenal Sarah.

    Finalmente, como lo ha entendido todo el mundo, el objetivo primero del libro es contrarrestar el escrito por Mons. Ganswein en el que, con pruebas, mostraba la mala relación que tuvo Francisco con Benedicto XVI, dramatizado en lo ocurrido con ocasión de su muerte y de lo que hablamos aquí. Pero ¿puede alguien en la posición del Papa ser tan malvado, rencoroso, poco caballero y dado a los chismes como para decir a todo el mundo lo siguiente? “Sí, le confirmo que lo echó de su casa [el Papa Benedicto a una persona que habría ido a hablar mal de Francisco], pero lo hizo con gentileza, con gentileza. Era un caballero. En cambio, le digo con pena que su secretario me lo hizo algunas veces difícil. Recuerdo un caso en el que sustituí a quien estaba al frente de un departamento y la decisión generó algunas polémicas. En medio de todo ese ruido, el secretario tuvo la iniciativa de llevarlo a ver a Benedicto, pues aquella persona deseaba saludarlo. Como el papa emérito era muy amable, aceptó. El problema es que difundieron la foto de ese encuentro, como si Benedicto estuviera contestando mi decisión. Honestamente, no fue correcto”.

    Se trata, en definitiva, de un libro que retrata el alma de Jorge Mario Bergoglio. Espero que, cuando llegue el momento, y alguien tenga la fantasía de pretender iniciar su causa de canonización, este documento sirva para desecharla in limine